Escritos para la canonización de Teresa - 1993


Transcribimos aquí extractos de un artículo del Padre Marino Purroy, ocd, que fue vice-postulador de la causa de canonización de Teresa. Este artículo fue escrito en 1993 con ocasión de la canonización de Teresa y después de la celebración del quinto centenario de la evangelización de América (1492-1992). Fue publicado en el libro : Santa Teresa de Los Andes - Orden del Carmen Descalzo - Chile.
    

Canonizando a Teresa de Los Andes, la Iglesia presenta al mundo católico uno de los frutos más logrados de los quinientos años de evangelización de América Latina. Y se la brinda, presintiendo que el Señor quiere servirse de ella como instrumento para renovar y revitalizar la fe de estas naciones.

Tuvo Teresa desde niña el carisma de acercar a los hombres a Dios, y continúa ahora atrayéndolos a millares desde sus escritos y desde su Santuario, con su simpatía, juventud y contagiosa alegría.

Desde su canonización, Teresa, la "joya del hogar de los Fernández Solar", la "hija predilecta de la Iglesia chilena", don y regalo de Dios para Chile, y modelo y estímulo de su juventud, pasa a ser universal. Se convierte en patrimonio de la humanidad, como hija predilecta, orgullo y joya de la Iglesia latinoamericana.

Ampliado así su radio de acción, va a proseguir su misión poniendo en juego su mencionado carisma, despertando hambre y sed de Dios en nuestro mundo materializado. Ahora va a poder saciar su hambre y sed insaciables para que los hombres busquen a Dios (c. 104). Ahora, sin fronteras que limiten su celo apostólico, va a pregonar al mundo entero la felicidad, la dicha de conocer y amar al Señor…

Los grandes doctores de la espiritualidad – Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz – lo formularon claramente: El hombre es un ser abierto a la trascendencia. Como hechura de Dios, depende de El y tiende irresistiblemente hacia El. Tiene necesidad existencial de El, que es el centro y la razón de su vivir. Está llamado a tener comunicación con El, a vivir en comunión con El. Y si no da cauce a esa su tendencia irresistible, si se derrama al exterior, queda profundamente insatisfecho, aunque disfrute de todas la criaturas, y expuesto a degradarse, "como el hijo pródigo, comiendo manjar de puercos.

De ahí la apremiante invitación de tan grandes maestros a vivir en íntima comunión con el Señor para realizarnos en plenitud; para lograr dominio de nosotros mismos y para ser "señores de todos los bienes".

Urge, pues, aceptar tan apremiante invitación. Pero los maravillosos escritos de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz – indiscutibles doctores de la oración y de la experiencia de Dios –, que encantan a los críticos, no llegan a la mayoría. La gran masa de la población latinoamericana no tiene acceso a ellos. Por eso, ha tenido el Señor la delicada bondad de regalarnos esta dulce y simpátíca carmelita americana, encomendándole la misión de hacer de eco y amplificador, para nuestros tiempos y regiones, del mensaje espiritual de sus Santos Padres.

Teresa de Los Andes está en inmejorables condiciones para gritar a nuestra convulsionada sociedad el mensaje teresiano-sanjuanista, repitiéndole bien alto: No nos imaginemos huecos por dentro. Estamos habitados por el maravilloso huésped llamado Dios, y es preciso abrirnos a El y contar con El, si aspiramos a realizar el proyecto humano, a ser plenamente hombres y realmente felices. "Uniéndome a su Ser divino me santifico, me perfecciono, me divinizo", escribió ella (c. 121).

Difícil sería encontrar mensajera mejor para pregonar esta verdad que Teresa de Los Andes. Porque estas naciones son jóvenes. Un 60% de su población tiene menos de 30 años. Y ella fue una joven muy agraciada, simpática, alegre, comunicativa, deportista, que trató de hacer amable la virtud y que habla en un lenguaje asequible a todos.

"Cómo quisiera hacer que todos amen a Dios, pero antes que lo conozcan", decía (c. 60). Y su vida y sus escritos son una entusiasta invitación a que tratemos familiarmente con El a través de Cristo. Desde su primera comunión, "todos los días comulgaba y hablaba con Jesús largo rato" (d. 6). Antes de ingresar al Carmelo ya aspiraba a que toda su existencia fuera una oración ininterrumpida. En todas partes, aun en la calle, en los paseos y fiestas, conversaba con Jesús. "Su alma – escribió su hermano Lucho – estaba arrodillada ante Dios". Sentía apremiante necesidad de orar. Y, desde el claustro, pregonará que, como los enamorados buscan la soledad para comunicarse, ella encuentra su felicidad en vivir – sin que nadie medie entre ambos – escondida en Cristo, anegada, engolfada en el Ser infinito.

Teresa de Los Andes convence al invitarnos a conectar con Dios. Ciertos tratadistas habían hecho odiosa la oración – algo obligatorio a todo cristiano – encorsetándola con reglas de lugar, horario y métodos. Ella la libera de tales condicionamentos, enseñándonos a tratar con Jesús familiarmente. Sin palabras rebuscadas ni métodos complicados. Como ella, que hacía consistir su oración en una íntima conversación con Jesús de corazón a corazón (c. 56 y c. 12).

Convence, porque tal conversación con Jesús no es evasiva ni alienante. Exige escuchar su voz. Exige disponibilidad frente a la voluntad divina. Exige compromiso de eliminar lo que en la propia conducta desagrada al Señor, hasta lograr la configuración con Cristo, hasta ser una excelente copia suya (cc. 56, 58 y d. 16, 22 y 28).

Convence, porque da como fruto crucificar el egoísmo; sepultarse en Cristo y resucitar como hombres nuevos, viviendo espiritualmente unidos al mundo entero (d. 58). Como ella, que tuvo por consigna sacrificarse para labrar la felicidad de los demás (d. 20, c. 35), e hizo de su vida una ofrenda por la salvación de la humanidad.

Convence, porque invita a una oración en la que se aprende a conocer y a amar a Jesús (c. 141). A optar decididamente por El y a hacer acopio de energías para amarle todo el día (c. 105), que es la manera de convertir la vida entera en oración continuada. Y orando así, también el hombre de la calle, que no puede vivir en diálogo permanente con Dios, como el monje, puede y debe vivir todo el día – como hijo suyo que es – para Dios y según Dios, cumpliendo siempre y en todo su divina voluntad, santificando toda su jornada, transformando toda su existencia y su trabajo en melodía de amor, en hostia de alabanza para la Santísima Trinidad.

Teresa convence, porque su vida está centrada en lo esencial del Evangelio. Porque, alcanzada por Cristo, enamorada de El, caminando siempre de su mano, aprendió a planificar su vida. A armonizar en ella, en envidiable síntesis, lo divino y lo humano, el trato con Dios, con el de los hombres, alcanzando un grado nada común de dominio de sí misma, de equilibrio y madurez; base de la alegría y felicidad contagiosa de que gozó.

Uno de los mayores servicios que podemos hacer los cristianos a nuestra sociedad enferma de tristeza, angustia y depresión es mostrarnos y ser felices. Y Teresa es excelente testigo de que el secreto de la felicidad es la fidelidad a Dios. De que "fuera de El no hay felicidad posible" (c. 116).